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Es muy probable que en nuestros viajes al Pirineo Aragonés, si vamos desde el País Vasco o Navarra, pasemos por el pantano de Yesa. Quizá nunca nos hayamos percatado, pero en sus inmediaciones descansan pueblos abandonados a su suerte desde la expropiación de las tierras de cultivo hace cerca de 50 años para la construcción del embalse, obligando a la gente que vivía de ellas a abandonar sus pueblos.
El primero que se pasa es Tiermas. Unos tres kilómetros después de pasar la frontera de Navarra y adentrarse en Aragón. Colgado sobre un otero se erige este pueblo que, aunque no lo parezca, llegó a tener 900 habitantes, tres colegios y un ultramarinos. Actualmente está invadido por zarzas, helechos, encinas, pinos y boj. Y las paredes de las casas que milagrosamente aguantan de pie lucen llenas de grafitis. Se nota la atracción que este fantasmagórico pueblo despierta entre algunos, pues varias hogueras certifican la presencia de gente que probablemente buscaba una noche de terror bajo balcones que aguantan de pie desafiando las leyes de la gravedad.
Sin embargo, el elemento que más llama la atención de Tiermas es la iglesia de San Miguel de Arcángel. Lo que antaño luciría como el edificio buque de insignia del pueblo hoy es una ruina con boquetes a través de los cuales silba el viento para deleite de los visitantes con ansías de indicios paranormales. Los restos de botellas se agolpan en un interior en el que la vegetación crece sin piedad y las aves campan a sus anchas. Subir al campanario es poco menos que una temeridad, pues las desvencijadas escaleras no parecen dispuestas a aguantar a nadie. Menos mal que el retablo reposa a salvo en la iglesia parroquial de Broto (Huesca).
Un antiguo balneario
Dicen que todavía vive una mujer que se llama Ana, aunque cuesta imaginarse donde. Lo que sí que es evidente es que unas obras están acondicionando un camino de acceso al pueblo. Se rumorea que un navarro lo ha comprado y quiere construir una urbanización. Quizá sus habitantes acudan atraídos por el balneario natural con aguas sulfurosas a 38º que se forma en los meses de septiembre y octubre (cuando el pantano está bajo mínimos) en las faldas del pueblo. Las propiedades terapéuticas de estas aguas ya llamaban la atención siglos atrás de ciertos miembros de la realeza que acudían regularmente. Actualmente el perfil de los visitantes ha cambiado. El balneario que en su vida daba vida al pueblo ya no existe, pero eso no impide que en verano la gente siga acudiendo en número considerable para disfrutar del paisaje, las aguas y los barros.
Dejando a la derecha Tiermas nos adentramos en la zigzagueante carretera del pántano, esa que tan bien conocen los aficionados a esquiar en el pirineo aragonés. Los retrasos en la construcción de la Autovía del Pirineo permiten resistir a este tramo de carretera nacional aragonesa que bordea el embalse de Yesa. Lo cierto es que el viejo recorrido ofrece peculiaridades paisajísticas dignas de apreciar. En función de la época del año observaremos un pantano rebosante como si de un mar sulfuroso se tratara, o bien una escasez de agua que deja entrever los árboles que sobreviven en terreno pantanoso. Los tonos ocres y grises de esta zona prepirenaica, comienzo de la Jacetania, son la antesala de la frondosidad del Pirineo que nos espera si seguimos el curso del río Aragón.
Dos pastores irreductibles
El camino está salteado de pintadas en contra del pántano, recordando una lucha que no se da por terminada. A mano izquierda en dirección a Jaca, se yergue Esco. Un pequeño cartel indica el nombre de este el pueblo abandonado más visible de los tres. Se trata del último que fue abandonado. Aguantó hasta los años 70, y de hecho, todavía aguantan dos pastores y un perro a los que no es difícil ver con sus rebaños. El paisaje que uno encuentra si se adentra es similar al de Tiermas, un pueblo expoliado y comido por la vegetación con reminiscencias de juergas universitarias. Se barrunta a duras penas lo que fue la Calle Mayor, e inexplicablemente aguantan carteles de “no pasar” en las entradas de las casas. En este caso, lo que más destaca, por su aceptable conservación, es un cementerio protegido por una verja y un candado.
Un albergue y un bar desafían el sentido común
El pueblo más alejado de la ruta hacia Jaca es Ruesta. No se divisa desde la citada N-240, pero si nos desviamos unos kilómetros llegaremos a este pueblo abandonado que, sin embargo, parece tener algo más de “vidilla” que los anteriores. Esto se debe a los peregrinos del Camino de Santiago que hacen escala en un albergue rehabilitado por la CGT. Y al bar que mantiene abierto el único habitante del barrio junto a sus dos perros. Esto contrasta sin duda con el resto del pueblo, que al igual que los dos anteriores luce desolador y vencido por la vegetación. Cascotes y puertas desvencijadas, junto con bandadas de pájaros que sustituyen a los otrora escolares del municipio, son la imagen que encuentra el visitante. Un castillo de dos torres que se burla de las leyes de Newton es en esta ocasión el edificio más reseñable. También hay vestigios de una iglesia, e incluso de un frontón.
Estos tres pueblos abandonados (a pesar de sus irreductibles habitantes que tientan al sentido común) son lo que queda de la espantada provocada por la construcción del embalse de Yesa que obligó a marchar a 1500 personas dejando atrás tierras y solares heredados de generación en generación, ya que se expropiaron 8.500 hectáreas (de las cuales, dicen, solo se anegaron 4.000). No se trata de un escenario único, pues Aragón ofrece otros casos similares, pero los pueblos abandonados de Yesa, para bien o para mal y no se sabe por cuanto tiempo, aportan un innegable misticismo a este inimitable paraje prepirenaico.